El fin de semana se casó Claudia, mi amiga casi hermana. La uvita, como le he dicho durante los últimos años, es una de las personas que más amo. Hace 10 años Dios nos bendijo con una amistad líndisima. En los peores momentos de mi vida, cuando solo comía zanahorias y gelatinas con la lechera, ella estaba ahí, un poco porque vivíamos en la misma casa y otro poco porque es un ser humano maravilloso que no soporta ver sufrir a la gente que le rodea. No sé si esa depresión tan estúpida pudo evitarse, pero estoy segura de que las cosas hubieran sido más díficiles sin ella cerca.
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En 1999, fui su testigo en un enlace furtivo, celebrado en la oficialía del Registro Civil, con un oficial medio borracho y 6 asistentes. Clau se puso un vestidito que se compró en Liverpool 2 días antes. No hubo fotos ni fiesta. Al terminar fuimos a la casa y comimos fritos. Los veintes son una edad muy rosita, aunque haya personas punketas que inisistan en demostrar lo contrario. Uno sueña que el mundo le pertenece y que basta cerrar los ojos para que se materialicen los deseos. ¡Error! No pasaron ni treinta días cuando unas pendejas con las que vivíamos la situaron en la responsabilidad que se había echado. Una tarde de fin de año, sacaron sus cosas a la calle y la corrieron de la casa, de una manera humillante. A mí no me corrieron, pero se dedicaron a hacerme la vida de cuadritos durante los siguientes 6 meses. Clau se fue con su esposo, y a partir de ahí comenzó una vida de enfrentamientos y luchas, con muchas carencias y privaciones. Aprendió mucho, tuvo un hijo ¡sin anestesia! y renació como ave fénix. La edad le sentó bien y la convirtió en una mujer bella, fuerte y asertiva.
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Este sábado pasado nuevamente atestigué su boda. La escena fue tan difierente, que es difícil creer que actuamos la misma novia y la misma testigo de la ceremonia anterior. Clau se veía radiante, su matrimonio no era un escape, sino un comienzo. Su cara reflejaba la alegría y el convencimiento de estar haciendo lo correcto y de estarse uniendo a la persona adecuada. Su vestido de novia era precioso y estaba acompañada por muchas personas, entre ellas, sus papás y su hijo. El día era luminoso y al terminar la misa acudimos a una fiesta donde corrieron ríos de whisky. Ella y su esposo brindaron por su felicidad, bailaron, se besaron y rieron a carcajadas. Los asistentes fuimos arropados en un rincón cálido y amoroso.
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La edad nos regala un traje bordado con conocimiento y experiencia. Creo que el secreto es aprender a usarlo. Clau se ha cosido uno de material resistente como el acero y caída suave como la seda. Lo adorna con su permanente sonrisa de niña y su mirada que inquieta, cuestiona, cambia los mundos y retroalimenta.